Amigos. Hoy es Nochebuena y os regalo un cuento escrito por mí. Particularmente me encanta. Espero que lo disfruteis. Felices Fiestas.
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Al segundo gin-tonic me habló de una chica con la salió en
su adolescencia y a la que tuvo que dejar porque tenía la mala costumbre de
hurgarse la nariz con el dedo. Al tercero, me describió cuánto odiaba su primer
trabajo. Y al cuarto, me contó como pasó 15 días enteros sin salir de casa y
sin ver a casi nadie, tan sólo a los ocasionales repartidores que le traían la
comida a domicilio.
Cristóbal y cuatro amigos más habían planeado pasar por fin
unas vacaciones juntos. Se trataba de amigos con los que había estudiado en la
universidad, ahora todos treintañeros. Habían alquilado un piso en Fuengirola,
y querían revivir su adolescencia de nuevo. Un mes antes, uno de los amigos
tuvo que cancelar porque su mujer le amenazó con divorciarse si la dejaba sola
durante las vacaciones. A partir de allí, todo el plan se vino abajo como un
castillo de naipes. A otro amigo le surgió un viaje de negocios al que no pudo
negarse y al tercero le salió por fin un trabajo. Cristóbal y el cuarto amigo
decidieron no irse solos.
Como no podía cambiar sus fechas de vacaciones, no sabía muy
bien qué hacer con esos días libres. Se planteó irse a Inglaterra unos días a
mejorar su inglés o gastarse el dinero reservado para su viaje en redecorar su
piso. Me contó que tras pensarlo un poco, hizo creer a su familia, amigos y compañeros de trabajo que se iba de
vacaciones. Sin embargo, decidió encerrarse en casa durante esos 15 días y no
poner ni un pie fuera. No le preocupaba la soledad, ni tampoco el aburrimiento.
“Lo que de verdad me daba miedo”, me dijo, “era caer en la desidia y dejar de
asearme y que se acumulara demasiada basura dentro de casa”.
Solucionó el reto de mantenerse limpio y arreglado con
grandes dosis de fuerza de voluntad y el problema de la basura lo solventó dando
una propina exageradamente alta a cada uno de los repartidores que venían a
traerle la compra para que le tiraran la basura al bajar. “Tengo un problema
con el tobillo”, les mentía, “y apenas puedo andar”.
Cada mañana, se despertaba sin despertador, sencillamente
cuando se lo pedía el cuerpo. Se preparaba un café y se lo bebía en la cama
mientras leía alguna de las novelas de las que se había surtido antes de
encerrarse en casa. Después se duchaba y se vestía como si fuera a salir a
trabajar, siempre conjuntado y con la ropa planchada. “A veces, incluso me puse
la corbata”, me decía con asombro.
Los primeros días pasaba horas delante del ordenador,
inventándose sus vacaciones y colgando fotos de playas en las que no había
estado y de paisajes que nunca había visto en las redes sociales. Comentaba en
blogs, leía las noticias, y buscaba
recetas nuevas para su almuerzo. Cada día se cocinaba algo distinto: spaghetti
con salsas que jamás había probado, postres que no lograba comerse solo, y
platos de todos los estilos.Arroz chino, sopa japonesa, couscous …lo que no
logró fue que le saliera bien el sushi.
El sexto día, su rutina de lectura, ordenador y cocina no
era suficiente para entretenerle, así que la emprendió con su casa y ordenó
todos y cada uno de sus armarios, cajones y estanterías. Al abrir un cajón de
su escritorio, descubrió un fajo de cartas que recibió de diferentes amigos y
novias años atrás. Las releyó todas. Se sintió como si estuviese leyendo la
correspondencia de otra persona. Por su cabeza desfilaron personajes de su
pasado que ya casi había olvidado. Leyendo las cartas, no se reconoció en su yo
de antes. Tan superficial, tan impaciente por agradar a los demás.
Al séptimo día descubrió dos cosas:
-En su afán de ordenar había tirado tanta ropa, que casi no le quedaba qué ponerse en el
armario.
-Había dado tantas propinas a los repartidores para que se deshicieran
de las docenas de bolsas de basura que había acumulado con la limpieza, que se
estaba quedando sin dinero en metálico.
Pasó toda la tarde comprándose ropa nueva en los outlets de
la red. También compró una papelera de capacidad de 50 litros para poder
aguantar hasta el final de sus vacaciones sin tirar la basura.
El octavo día descubrió que hacía mucho tiempo que no se
sentía tan feliz y ese pensamiento le hizo sentirse inquieto.
El noveno día tuvo que esconderse en el armario de su
habitación durante una hora porque vino su hermana a regarle las plantas.
El décimo día, el pensamiento de saber que en breve tendría
que salir de nuevo a la calle, y enfrentarse al mundo empezó a acecharle. Para
mantener su mente ocupada preparó un complicado
plato de hojas de viña rellenas de arroz y carne picada. El relleno era
simple de hacer, pero poner la cantidad justa dentro de cada hoja y enrollarla
sin que se rompieran resultaba todo un reto. El resultado fue un plato
exquisito. Le sobró mucha comida y no se
sintió mal por no poder compartirla con nadie. Se dio cuenta de algo. Se dio
cuenta de que su mundo
era redondo. Redondo y frágil como una burbuja de jabón.
Los últimos cinco días, transcurrieron a una velocidad
vertiginosa, escurriéndose como agua entre los dedos. Sus libros, su cocina, su
ordenador, su tele, su colchoneta azul donde hacía los estiramientos matinales,
constituían un mundo perfecto que no quería cambiar. Se quería más que
nunca, adoraba estar consigo mismo y
mantener diálogos mentalmente. Sin embargo, pensar en su yo laboral, en su yo
como amigo, hermano, hijo y tío no le producía placer alguno. Al pensar en su
vida normal, en su vida anterior a la burbuja, le parecía estar visionando
escenas de la vida de otro…y no siempre le gustaba lo que veía.
Y aquí Cristóbal acabo su cuarto gin-tonic y también paró de
hablar.
“¿Y qué pasó luego?”, le pregunté
“Nada”, me dijo, “tuve que volver a trabajar, a mi vida
cotidiana, a mi día a día”
“Entonces, ¿sufriste simplemente algo así como un síndrome
postvacacional?”, intenté resumir.
“No”, me contestó, “fue como despedirse de un buen amigo.
Aunque seguro que pronto nos volveremos a encontrar”