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jueves, 8 de agosto de 2013

La vida de Monsieur Baudouin

Llevo un año y medio con un relato corto, que se atasca, evoluciona, y se vuelve a atascar. Es sobre un físico que viajó, estudió y descubrió, que es mayor y que  trata de comprender este mundo descubriéndonos el suyo. Es sobre Monsieur Baudouin. Nace de las ganas de escribir un relato que exigiera documentación y que se desarrollara parcialmente en una ciudad que me asombró, Sidney. Pero Monsieur Baudouin se me resiste.
Tal vez necesite que os lo presente, y tal vez se anime a desvelarme todo lo que aún no me ha contado o me decida a abandonarlo por fin. O que me abandone él.
Voy a compartir un trozo muy corto:

En esta parte, Monsieur Baudouin está siendo entrevistado por un joven universitario que ha cometido el error de confundir un meteoro con un meteorito, lo que ha conseguido cabrear, y mucho, a nuestro viejo gruñón:

- ¡No es lo mismo un meteoro que un meteorito! Un meteoro se consume en la atmósfera y un meteorito consigue impactar en la Tierra. No se preocupe sólo de su disciplina, joven,y aprenda también de otras. ¿Qué prefiere ser un meteoro que no deja rastro o un meteorito que permanece y puede llegar a ser estudiado?

No lo puedo evitar, la juventud de hoy en día logra sacarme de mis casillas.Yan me dice que a los hombres de ciencia ahora se les llama frikkies y están de moda. No logro entender como un hombre de ciencias puede  ser considerado una moda. Algo de la tele, me intenta explicar. Pero no le escucho...mi mente divaga por Sidney y su olor a mar. Yan, que pasa largos periodos allí, me dice que durante el verano los hombres ya no usan traje y corbata, que van en pantalones de flores y chanclas a trabajar. Y que las parejas mixtas son algo normal. Selina y yo, no llamaríamos la atención ahora. Pero Selina ya no está, (...)

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Creo que me voy a divorciar (de este relato, digo)

lunes, 24 de diciembre de 2012

Relato: Vivir en una Pompa de Jabón



Amigos. Hoy es Nochebuena y os regalo un cuento escrito por mí. Particularmente me encanta. Espero que lo disfruteis. Felices Fiestas.
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Al segundo gin-tonic me habló de una chica con la salió en su adolescencia y a la que tuvo que dejar porque tenía la mala costumbre de hurgarse la nariz con el dedo. Al tercero, me describió cuánto odiaba su primer trabajo. Y al cuarto, me contó como pasó 15 días enteros sin salir de casa y sin ver a casi nadie, tan sólo a los ocasionales repartidores que le traían la comida a domicilio.

Cristóbal y cuatro amigos más habían planeado pasar por fin unas vacaciones juntos. Se trataba de amigos con los que había estudiado en la universidad, ahora todos treintañeros. Habían alquilado un piso en Fuengirola, y querían revivir su adolescencia de nuevo. Un mes antes, uno de los amigos tuvo que cancelar porque su mujer le amenazó con divorciarse si la dejaba sola durante las vacaciones. A partir de allí, todo el plan se vino abajo como un castillo de naipes. A otro amigo le surgió un viaje de negocios al que no pudo negarse y al tercero le salió por fin un trabajo. Cristóbal y el cuarto amigo decidieron no irse solos.
Como no podía cambiar sus fechas de vacaciones, no sabía muy bien qué hacer con esos días libres. Se planteó irse a Inglaterra unos días a mejorar su inglés o gastarse el dinero reservado para su viaje en redecorar su piso. Me contó que tras pensarlo un poco, hizo creer a su familia,  amigos y compañeros de trabajo que se iba de vacaciones. Sin embargo, decidió encerrarse en casa durante esos 15 días y no poner ni un pie fuera. No le preocupaba la soledad, ni tampoco el aburrimiento. “Lo que de verdad me daba miedo”, me dijo, “era caer en la desidia y dejar de asearme y que se acumulara demasiada basura dentro de casa”.
Solucionó el reto de mantenerse limpio y arreglado con grandes dosis de fuerza de voluntad y el problema de la basura lo solventó dando una propina exageradamente alta a cada uno de los repartidores que venían a traerle la compra para que le tiraran la basura al bajar. “Tengo un problema con el tobillo”, les mentía, “y apenas puedo andar”.
Cada mañana, se despertaba sin despertador, sencillamente cuando se lo pedía el cuerpo. Se preparaba un café y se lo bebía en la cama mientras leía alguna de las novelas de las que se había surtido antes de encerrarse en casa. Después se duchaba y se vestía como si fuera a salir a trabajar, siempre conjuntado y con la ropa planchada. “A veces, incluso me puse la corbata”, me decía con asombro.
Los primeros días pasaba horas delante del ordenador, inventándose sus vacaciones y colgando fotos de playas en las que no había estado y de paisajes que nunca había visto en las redes sociales. Comentaba en blogs, leía las noticias,  y buscaba recetas nuevas para su almuerzo. Cada día se cocinaba algo distinto: spaghetti con salsas que jamás había probado, postres que no lograba comerse solo, y platos de todos los estilos.Arroz chino, sopa japonesa, couscous …lo que no logró fue que le saliera bien el sushi.
El sexto día, su rutina de lectura, ordenador y cocina no era suficiente para entretenerle, así que la emprendió con su casa y ordenó todos y cada uno de sus armarios, cajones y estanterías. Al abrir un cajón de su escritorio, descubrió un fajo de cartas que recibió de diferentes amigos y novias años atrás. Las releyó todas. Se sintió como si estuviese leyendo la correspondencia de otra persona. Por su cabeza desfilaron personajes de su pasado que ya casi había olvidado. Leyendo las cartas, no se reconoció en su yo de antes. Tan superficial, tan impaciente por agradar a los demás.
Al séptimo día descubrió dos cosas:
-En su afán de ordenar había tirado tanta ropa,  que casi no le quedaba qué ponerse en el armario.
-Había dado tantas propinas a los repartidores para que se deshicieran de las docenas de bolsas de basura que había acumulado con la limpieza, que se estaba quedando sin dinero en metálico.
Pasó toda la tarde comprándose ropa nueva en los outlets de la red. También compró una papelera de capacidad de 50 litros para poder aguantar hasta el final de sus vacaciones sin tirar la basura.
El octavo día descubrió que hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz y ese pensamiento le hizo sentirse inquieto.
El noveno día tuvo que esconderse en el armario de su habitación durante una hora porque vino su hermana a regarle las plantas.
El décimo día, el pensamiento de saber que en breve tendría que salir de nuevo a la calle, y enfrentarse al mundo empezó a acecharle. Para mantener su mente ocupada preparó un complicado  plato de hojas de viña rellenas de arroz y carne picada. El relleno era simple de hacer, pero poner la cantidad justa dentro de cada hoja y enrollarla sin que se rompieran resultaba todo un reto. El resultado fue un plato exquisito. Le sobró mucha comida  y no se sintió mal por no poder compartirla con nadie. Se dio cuenta de algo. Se dio cuenta de que su mundo era redondo. Redondo y frágil como una burbuja de jabón.
Los últimos cinco días, transcurrieron a una velocidad vertiginosa, escurriéndose como agua entre los dedos. Sus libros, su cocina, su ordenador, su tele, su colchoneta azul donde hacía los estiramientos matinales, constituían un mundo perfecto que no quería cambiar. Se quería más que nunca,  adoraba estar consigo mismo y mantener diálogos mentalmente. Sin embargo, pensar en su yo laboral, en su yo como amigo, hermano, hijo y tío no le producía placer alguno. Al pensar en su vida normal, en su vida anterior a la burbuja, le parecía estar visionando escenas de la vida de otro…y no siempre le gustaba lo que veía.

Y aquí Cristóbal acabo su cuarto gin-tonic y también paró de hablar.
“¿Y qué pasó luego?”, le pregunté
“Nada”, me dijo, “tuve que volver a trabajar, a mi vida cotidiana, a mi día a día”
“Entonces, ¿sufriste simplemente algo así como un síndrome postvacacional?”, intenté resumir.
“No”, me contestó, “fue como despedirse de un buen amigo. Aunque seguro que pronto nos volveremos a encontrar”

martes, 18 de septiembre de 2012

Relato Corto: Apretón en Gatwick

Prólogo: esta es la primera parte de un relato corto que escribí para mi clase de escritura creativa. Fue muy frustrante cuando lo leí en clase. La primera parte del relato (esta) pretendía ser graciosa, pero cuando lo leí, solo me reí yo, lo que además de frustrante es patético. La segunda parte, en la que explica el malentendido por el que a la protagonista le pasa esta desagradable aventura en Gatwick, no lo entendió nadie, por lo que lo he eliminado temporalmente.
Para quitarme el mal gustillo que me dejó el relato, lo he arreglado un poco y lo dejo más bien como una escena. Me cuesta mucho escribir escenas y son parte esencial del relato. Así que allá va. Si la crítica es mala renuncio a arreglar la segunda parte, a veces uno escribe cosas intragables y hay que admitirlo

Ah, y como bien dice el título va de un apretón....Es escatológico.
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El despertador sonó a las 6 de la mañana. Mientras lo apagaba, Ana se arrepintió de haber reservado un vuelo de vuelta a casa tan temprano. Con gusto se quedaría en la cama un ratito más. El dolor de estómago no la dejó remolonear entre las sábanas. Mientras se arreglaba y terminaba de meter su ropa en la maleta, sonó el teléfono. Era la recepcionista del hotel avisándole de que ya había llegado el taxi que le llevaría a la estación de tren. Acabó de vestirse a toda prisa, bajó a recepción, dejó su llave y se metió en el taxi sin haber ni siquiera desayunado. No sabía si eso era bueno o malo para su dolor de estómago.

Una vez en la estación de Victoria, cogió el Gatwick Express por los pelos, por lo que tampoco pudo desayunar. En Gatwick, se topó con el follón habitual. Colas para facturar el equipaje, colas en las máquinas de auto check-in y sobre todo colas para pasar la seguridad. Menos mal que había llegado con tiempo de sobra. Ana se encontraba cada vez peor. Su estómago parecía haberse quedado colgado en el programa de centrifugado de la lavadora. La fila avanzaba despacio. Los pasajeros pasaban una y otra vez bajo los arcos detectores de metal. Ahora sin reloj, ahora sin zapatos, ahora sin cinturón, vacíese los bolsillos. Vale, es por nuestra seguridad, pero menuda pérdida de tiempo. Ana se agarraba el estómago mientras observaba como una señora ofendidísima gritaba a un policía porque no le dejaba pasar un bote de perfume en el equipaje de mano . Otra que hace años que no viaja, pensó Ana. Cuando le llegó su turno, Ana ya se había preparado: no llevaba reloj, había sacado el ordenador de su mochila y estaba depositando su cinturón en la bandeja con una mano mientras con la otra se sujetaba los pantalones, que le iban un poco grandes. Al pasar bajo el arco le dio un retortijón insoportable, y como no sonó ningún pitido, se abalanzó hacia su equipaje de mano. Metió como pudo todo en la mochila y corriendo, sin zapatos y agarrándose bien la cintura de los pantalones, dio una carrera hacia el baño. Le daba igual saber desde que puerta saldría su vuelo o si llegaría a tiempo o no. Le acababa de dar un apretón histórico, y no podía aguantar ni un minuto más. Ana, castaña, 1 metro 70, delgada, alegre, joven, agraciada, siempre a la moda, entre sudores fríos y ruidos dignos de un volcán en erupción puso solución a su grave problema en el cuarto de baño. Pero lo dejó en tal estado que no se atrevió a salir de su cubículo hasta que dejó de oír ruidos provenientes del lavabo. Agazapada detrás de la puerta y sudando ya no sentía dolor ni vergüenza, solo alivio y compasión por la persona que tuviera que limpiar todo aquello.

Una vez en el hall comprobó que todavía le quedaba tiempo de sobra para tomar su vuelo. Se acercó a su puerta de embarque, se desmoronó en un sofá y se sumió en un profundo sueño, justo después de preguntarse qué es lo que había comido que tan mal le había sentado.

miércoles, 28 de marzo de 2012

La Habitación de los Gritos

Este es un relato que hice para mi clase de Escritura Creativa. El ejercicio consistía en escribir algo que contuviera un anuncio que dijera: “Se alquila habitación para gritar. Económica. Absoluta discreción"
Aquí va mi relato. Yo lo he llamado la Habitación de los Gritos.


La Habitación de los Gritos

Era a mediados de los 90, cuando en París todo resultaba carísimo y los hombres casados intentaban ligar con las chicas jóvenes en el trabajo, en los restaurantes y hasta en el metro. Eran los tiempos en los que aún se marcaban las estaciones y existían la primavera y el otoño. Eran los últimos años antes de que el mundo tuviera acceso a internet y a los teléfonos móviles y todos nos sentíamos aún más solos que ahora.


Por eso, en ese París otoñal, aproximándonos velozmente a la estación del frío y de la oscuridad, una única palabra poblaba y describía mi vida: soledad. Rodeada de vecinos indiferentes que no devolvían el saludo en la escalera y de compañeros individualistas, me desesperaba cada día más. Volvía del trabajo de madrugada, en un autobús nocturno rodeada de rostros de hombres somnolientos y llegar a casa no suponía un alivio, porque al día siguiente me esperaba una jornada similar a la vivida. Sólo suponía un día menos para su vuelta.

Mi vecina de abajo, hacía bricolaje en su piso sin cesar, a golpe de martillo y de Black and Decker….No me dejaba dormir por las mañanas. Y a sus martillazos se superponían los gritos de una madre hacía su hija adolescente y de la hija adolescente hacia su madre cargados de reproches y amargura. Y a estos se superponían los golpes en la pared y los gritos del señor calvo del tercero pidiendo silencio. Y así, cada día surgía una cadena interminable de ruidos furiosos.

Por eso, cuando vi aquel anuncio “Se alquila habitación para gritar. Económica. Absoluta discreción”, sentí alegría por primera vez en mucho tiempo. Se me ocurrió una gran idea.

Con la excusa de una degustación de sangría, convoqué a mis vecinos en mi casa. Con la promesa de beber gratis, no faltó casi ninguno. Les conduje a la habitación de los gritos, y me encerré con ellos. Todo se produjo con la mayor naturalidad. La madre empezó a gritar al señor calvo, el señor calvo me gritaba a mí, yo gritaba a la señora del bricolaje y todos gritábamos a la vez. Gritos secos, gritos de rabia, gritos de pena, gritos de miedo, y casi todos gritos con lágrimas. Cuando ya nos vaciamos de nuestros gritos, abrí la puerta y cada uno se fue por su lado. Nadie dijo nada, nadie ha comentado nada. Pero cada mes, cuando cuelgo el cartel de sangría gratis en la entrada del portal, no falta ninguno de ellos. Incluso se nos ha unido algún vecino más. Ya no me siento tan sola y tengo fuerzas para seguir esperando.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Relato: Insomnio

Este es otro relato que escribí el curso pasado para mi clase de escritura creativa y que acabo de arreglar con unos pequeños retoques. La profesora nos dio a cada uno un muñequito recortado en papel charol color rojo. Al poner este muñequito en la palma de tu  mano, este muñeco se mueve hacia todos los lados, da vueltas y es imprevisible. A mí me sugirió una persona con insomnio y que no para de dar vueltas en la cama. De allí conecté con los problemas y las movilizaciones que había en Bruselas hacía unos años porque los aviones de la empresa DHL volaban por la noche y no dejaban dormir a los habitantes de las ciudades de alrededor.

Insomnio
Me despierta en medio de la noche el ruido de un avión de DHL despegando. Otra vez. La habitación está completamente a oscuras, ni un resquicio de luz entra por la ventana o por debajo de la puerta. El terror de mi infancia vuelve y me sobresalto pensando que me he quedado ciego, hasta que miro a mi derecha y los números color verde del despertador me dicen que son las 3.15 y que puedo ver. Odio esta costumbre de mi mujer de dormir completamente a oscuras. Doy una vuelta en la cama, doy otra y me topo con el cuerpo de Rita, que duerme como un tronco gracias a su dosis diaria de somníferos. Cambio de postura. Me pongo boca arriba. Me pongo boca abajo. No consigo dormir. Me entra una mala leche increíble y como siempre que me enfado, empiezo a pensar en el gilipollas de mi cuñado, un belga flamenco que disfruta riéndose de mí. Se burla de mis ojeras, de mi eterno cansancio,  de mi insomnio y de mi acento español cuando hablo neerlandés. Cabrón, si en Bruselas con el francés me vale.
 Intento abrazarme a mi almohada, hacer la respiración elíptica que me enseñó mi maestro de TaiChi. No me puedo dormir y sigo dando vueltas al tema del gilipollas de mi cuñado. Lo peor es cuando se ríe de mí con grandes carcajadas por haberme comprado una casa en Diegem. “Claro”, como dice él, “tan cerca de Zaventem, ¿qué esperabais, que no se oyeran los aviones? ¿Es que no habíais visto en las noticias las movilizaciones ciudadanas? No paran de presionar para que se suspendan los vuelos nocturnos de la empresa DHL?” Y luego corona su discurso con un “¡Normal que tengáis esas ojeras y no podais dormir!”. Y entonces le odio más que nunca, porque tiene razón. Yo tampoco quería mudarme a Diegem, pero no por los aviones o por DHL, sino porque es una comuna flamenca de Bruselas y los flamencos no me gustan. Pero Rita se empeñó, quería llevar al niño a ese colegio de Diegem en el que los chavales salen siendo completamente bilingües francés-neerlandés y que siempre sale el primero en las estadísticas de educación. ¡Y una mierda! Si ahora está olvidando hasta el español.
Me caigo de la cama. Rita, en la profundidad de su sueño, ni se inmuta. Me levanto, me estiro, me miro el careto en el espejo y me doy aún más pena, así que vuelvo a la cama. Intento no pensar en mi cuñado, pero no puedo. Sus carcajadas burlonas aún resuenan en mis oídos. Es un racista, no le gustó nada que su hermana se casara con un español. Es un torturador y yo su víctima preferida. Es un nazi, seguro que vota al Vlaams Blok.
Me abrazo  a  mí mismo, cierro los ojos, me balanceo y empiezo a respirar rítmicamente.  Sé que el sueño no llegará, porque a las 4 pasará otro  avión y a partir de las 6 el espacio aéreo se saturará y no sólo despegarán aviones, también aterrizarán.
Me sumo en pensamientos positivos mientras continúo mi balanceo. Pienso en cómo sería mi vida en una casa lejos del aeropuerto, sin un cuñado gilipollas y con mi hijo hablando en un idioma que no fuera neerlandés. Me pongo boca arriba, extiendo los brazos, abro los ojos, miro hacia el techo y digo en voz alta: Vendo la casa, mato a mi cuñado y me voy a vivir con Rita y nuestro hijo a París. Y a tomar por culo.

martes, 11 de octubre de 2011

El Pájaro Acuático y los reenvíos de emails

Buenos martes-viernes a todos. Martes porque es martes y viernes porque ole-ole-ole mañana no hay cole. Aprovecho para enviaros una historia corta que escribí hace unos meses para mi clase de escritura creativa. La profesora me aconsejó hacer un par de modificaciones. Hoy he encontrado un ratito y ganas para hacerlas y he decidido compartir la historia corta con vosotros. El ejercicio consistía en escribir un relato corto que empezara con la frase: "Encontré un pájaro acuático muerto en el aparcamiento"

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Encontré un pájaro acuático muerto en el aparcamiento. Los animales muertos me dan mucho asco y me causan confusión. Mi amiga Isabel, de pequeña, decía que había que escupir sobre los animales muertos. De lo contrario, todo lo que comiéramos aquel día tendría el sabor del animal. Esto me da aún más asco que encontrarme con el cadáver, y al final nunca sé si escupir o no. No es normal encontrar un pájaro muerto en un aparcamiento y menos aún un pájaro acuático. Lo que me pareció inconcebible fue encontrar una gaviota muerta en un aparcamiento en pleno centro de la ciudad. Como no soy Sherlock Holmes ni el Inspector Maigret, me abstuve de hacer conjeturas y me contenté con escupir. Por si acaso.


Subí a mi oficina, encendí el ordenador y mientras se ponía en marcha, me hice un café. Volví a mi despacho, cerré la puerta y empecé a bebérmelo mientras leía mi correo electrónico. Comprobé con disgusto que había 5 correos de mi jefe, todos reenvíos de correos de su jefe. Es decir, su jefe le pedía hacer investigaciones y presentaciones y él me reenviaba todo a mí para que lo hiciera yo. Hay un chiste de oficina en el que se cuenta como usando la técnica del reenvío al final es el becario de la empresa el que acaba haciendo todo el trabajo.

Me detuve con la taza en mis labios, mirando esos emails. Estaba hartándome, trabajaba demasiado y los méritos se los llevaba siempre él. En ese momento, se abrió la puerta de mi despacho y mi jefe asomó su cara sonriente, para recordarme que en media hora se iba a Londres. A esa estupenda formación a la que se suponía que iba a ir yo y a la que a último minuto había decidido ir él en mi lugar.

Me puse los guantes, bajé al garaje con una bolsa de plástico y metí la gaviota muerta dentro. Subí a la oficina. Mientras, él hablaba con otro compañero al que habría reenviado otros tantos correos, frente a la máquina de café. Me colé en su despacho, abrí su maletín y metí la gaviota muerta en el compartimento vecino al del portátil, mientras sonreía. Me reía por dentro imaginándome el momento en el que escanearan su equipaje de mano en la seguridad del aeropuerto.

miércoles, 8 de junio de 2011

Compartiendo una historia

Os dejo aquí una historia corta que escribí esta semana para el Curso de Escritura Creativa.
La profesora comentó que la idea era buena pero que debería trabajar el final...pero creo que se va a quedar reposando un tiempo. Creo que el final vendrá solo algún día.

Cuando los sueños y la realidad se cruzan
Por Inma Gallego

Mientras Rafa Nadal disputa la final de Roland Garros con Roger Federer, Pedro sueña despierto en su sofá. No es capaz de atender al partido, tal es su abstracción imaginando como sería una cita perfecta con la Guardia Jurado. Al mismo tiempo, en otro lado de la ciudad, Sofía tiende la ropa en su terraza. Se asoma y observa a tres jóvenes que hacen un calvo a los dos jubilados que ocupan perpetuamente el único banco de la plaza. Les grita un insulto y los jóvenes se suben precipitadamente los pantalones y salen corriendo. Es un día extraño, testigo de la lucha entre el calor asfixiante y la tormenta. Cuando la tormenta se declara vencedora, Pedro y Sofía cada uno en su lado de la ciudad toman la decisión de irse a dormir.

Durante la noche Pedro sueña con unos jóvenes que enseñan sus culos a unos ancianos mientras una mujer que le da la mano les grita y Sofía sueña con una cita romántica con un hombre moreno en el Roland Garros.

El lunes por la mañana el día amanece húmedo, desagradable y apresurado. Apoyando su brazo bronceado  en la barra del metro, Pedro sigue soñando despierto, visualizando como le va a pedir a la Guardia Jurado que salga con él. Sofía, desde su asiento en el metro, agarrando fuertemente una bolsa llena de tomates y pepinos, hace cuentas una y otra vez calculando cual será su saldo bancario a fin de mes y qué vacaciones podrá pagarse.

En los pasillos del trasbordo Pedro y Sofía se cruzan y se miran con curiosidad. Mientras sus miradas se clavan en los ojos del otro, dan vueltas en círculo.

-¿Te conozco?, le pregunta Pedro

-Sí, anoche cenamos juntos en París, responde Sofía

-No, yo anoche estuve contigo en una plaza mientras insultabas a unos críos que tenían los pantalones bajados

-No seas absurdo, eso ocurrió antes de nuestra cena romántica

-La cena romántica no fue contigo y me la imaginé antes, dice enfadado

-Bueno, enfádate, no cambiará nada, ella no va a querer salir contigo de todas formas

Y se va.

Mientras tanto, miles de jóvenes se sientan a hacer sus pruebas de acceso a la universidad, en los pasillos de las oficinas se comenta el partido de tenis del día anterior, un grupo cada vez menos numeroso acampa en la Puerta del Sol y otro grupo cada vez más numeroso se pregunta qué va a pasar con tantas toneladas de pepinos que no se van a consumir. La lucha entre el bochorno y la tormenta continúa, porque ninguna parece haber vencido aún. Lo de ayer fue una ilusión.